Con música de los mejores, mi especial Chin Chin. Feliz Navidad!!
Chin Chin!
La madre
encabeza la mesa. El padre ocupa el puesto contrario. A izquierda y derecha se
distribuye los gemelos, la hermana mayor, la pequeña, el abuelo, el primo
soltero y la tía primera. Son las nueve y media de la noche. Las noches de
Noche Buena exhalan perfumen de nostalgia, aires fríos anunciadores de las
primeras nieves. Todos visten sus mejores ropas, hasta el primo soltero,
siempre rebelde ante imposiciones de protocolo. La madre lleva desde las ocho
de la mañana cocinando: sopa de marisco y pavo relleno como platos fuertes; y
para abrir el banquete, unos bocaditos de salmón marinado con huevas de mujol,
ensalada de frutos de mar, jamón ibérico de bellota y un poco de foie casero.
Es la noche de la cubertería de boda, de las copas de bohemia con las iniciales
de los patriarcas talladas en el medio del cristal, de las servilletas de nilo.
Se guarda silencio hasta que la madre inaugura la mesa. Entonces todos sonrien.
Siempre se sonríe en Navidad, es como una obligación, un mandato secreto que
impone el Dios festivo. ¿Quién recuerda entonces la razón de esta fiesta? Se
come con ligereza. Lo que ha tradado en prepararse más de diez horas,
desaparece de la mesa en pocos minutos. Luego llegan los postres: turrones,
mazapanes, polvorones, peladillas y unas uvas pasas. Burbujas en las copas de
cava y tiempo para la sobremesa.
Casi como un
clon se repite la ceremonia en cada hogar de España. Comemos sin saber de dónde
viene cada bocado que ingerimos con saña: esa sopa de marisco con su rape y
mejillones, sus gambas y un toque de almendras crudas machadas en mortero.
Nutritiva, disgestiva y una roptura a la monotonía del resto del año, bañado en
sopas de cocido, gallina y huevo. A cada cucharada uno siente estar sorbiendo
el lujo por su boca. Puede que las primeras comidas fueran caldos en los que se
sumergían alimentos duros, imposibles de digerir en seco. Y de ese primera sopa
llegó la sofisticación de la olla con Francia, España e incluso en el lejano
Oriente, donde las sopas son la invitación a cambiar de plato, a limpiar cuerpo
y alma para regalarle al paladar nuevos sabores.
¿Y el pavo?
Pulardar, pollo, pato… un animalillos de plumas, con sorpresa dentro, se
convierte en el manjar de las mesas navideñas. Lo del pavo relleno nos viene de
los exquisitos recetarios ingleses ¿quién lo iba a decir? Era costumbre de la
clase noble británica comer pavo relleno. Allá por finales del XVIII y
principios del XIX, el comercio de vinos españoles —sobre todo los del marco
del Jerez— estaba en auge entre viajantes ingleses. De aquellos trayectos de
Norte a Sur, de Inglaterra a España, con las alforjas llenas de excelentes
vinos sureños, surgieron algunas familias donde las culturas se cruzaron y por
lo tanto las costumbres. Así, casi sin quererlo, comenzó a prepararse el pavo
con sus piñones, sus pasas, castañas, cerdo y vaca picadas, zanahoria, tocino,
pimienta y unos chorritos de Brandy y vino seco de Jerez.
Todo buen festín
acaba con el dulce. Dulces de herencia árabe, legendarios bocados arraigados a
nuestros recetarios festivos desde la antigüedad. Se sabe que se hace y se come
turrón en todo el litoral mediterráneo desde la Edad Media, en Italia era
conocido ya en el siglo XV. Pero un mordisco de turrón nos lleva indudablemente
a un pueblo, Jijona. Desde tiempo inmemorial varias familias se dedicaban al
arte de elaborar esos ladrillos de
almendras amargas y dulces bien picadas y miel. Tres ingredientes
indispensables en los dulces navideños todos ¡tan morunos!, que se repiten en
otros bocados como los mazapanes.
Los miembros de
la mesa han terminado la cena. Ha sobrado mucho, en Navidad siempre se cocina
abundante porque es signo de riqueza o generosidad. Al día siguiente, el 25 de
diciembre, vuelven los restos del pavo a la mesa y posiblemente un pato a la naranja.
El pescado está prohibido, lo dicta esa religión en la que nadie cree pero a
los que todos obedecen en estos días. Hay que ganarse el cielo o los regalos de
Papá Noel o de los Reyes Magos, ¿quién sabe? Lo cierto es que todos los
miembros de una familia vuelven a unirse, se sientan a la mesa, con las copas
de bohemia, la loza de boda y los manteles de puntillas bordados hace un siglo
por la tatarabuela del padre. Revolotean las burbujas en el interior de las
alargadas copas y un árbol de hojas de plástico luce parpadeantes y coloridas
luces. Es hora de comer, comer hasta saciar lo insaciable, y sonreir, al día
siguiente tendremos la firme promesa de comenzar una dieta… ¡Felices Fiestas!
—
Sara Cucala
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