Mi pueblo tiene más de un millar
de rascacielos. Un paseo
con cuatro carriles de velocidad limitada
y un pestilente aroma
a gasoil quemado.
Desde lo alto,
mi pueblo tiene una policromada
imagen de tejados rojizos,
paredes antaño blancas,
corralas con barandillas de madera
y unos solarium privilegiados
con cuerpos generalmente desnudos al sol.
Suena a voces entrecruzadas,
idiomas inteligibles,
gritos de dolor y gemidos de domingos de madrugada.
Cuando se despereza el lunes
se deja llevar por el descompensado
ritmo del rugir de los coches;
y en la noche del jueves
silba una melodía de seducción.
¿Quién diría que el domingo
guardaría silencio?
El silencio da miedo
en mi pueblo.
Me ha acostumbrado
a sentirlo ruidoso.
Mi pueblo no me vio nacer
y a buen seguro no sabe ni que existo.
A mi pueblo regreso
de cada viaje sabiendo que a la puerta
del aeropuerto habrá un hombre
de voz rota
intentando cobrarme más de lo que cuesta una bandera.
No tiene fama de amable
pero tampoco de insolidaria.
En mi pueblo la gente sale a la calle
a alzar sus voces y grita, de vez en cuando,
algo al unísono.
Un día decidí que esta ciudad
sin mar iba a ser mi pueblo. Sé de sus calles,
de sus barrios, de sus cocinas, de sus aromas
e incluso he descubierto cuáles son
algunas de sus debilidades.
Ése es nuestro gran secreto.
Dos desconocidos, dos anónimos,
dos y en ocasiones tres, que no está mal,
viviendo como buenamente
nos apetece vivir, por eso es mi pueblo.
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